Tómate unos minutos para conocerme
Soy intensa, rebelde y Emocional: La típica demasiado.
Me crié rodeada de hombres, sin la atención quizá del que más necesitaba.
Corría vete tú a saber qué año, en mi adolescencia, y en el sofá de un piso con frío suelo de terrazo de la meseta castellana de España, revisaba fotos antiguas con mi madre. Un personaje se repetía constantemente junto a mi hermano. En cada una de las fotos vestía una camiseta gastada blanca de publicidad de un hipermercado muy muy amplia y unos pantalones “de ciclista”.
—¿Quién es ese niño que sale en todas las fotos con Javier? —pregunté.
—¿Estás tonta, Irene? ¿Pues quién va a ser? Eres tú —respondió mi madre dulcemente, como buena Lavandera.
Era yo.
Y entonces mi memoria se abrió y empecé a recordar.
A los ocho años insistí tanto a mi madre para cortarme el pelo “a lo chico” que llegó tal punto que no pudo negarse. ¿El motivo? Yo quería tener los mismos derechos y libertades que mis compañeros del violento de colegio de curas, que mis primos, que mi hermano. Mi razonamiento fue simple: los chicos pueden hacer más cosas: ocupar el espacio público, comer, hablar alto, jugar al fútbol… Los chicos tienen el pelo corto, ergo si yo me corto el pelo, podré hacer todas esas cosas.
Ni qué decir tiene que mi silogismo deductivo era erróneo.
Tuve la buena suerte (según los demás) o mala (para mí) de salir a mi padre: muy alta. Y cuando digo muy, es MUY. Lo que hizo que se me hipersexualizara y masculinizara desde muy niña.
En esta foto soy la reina de las fiestas de mi pueblo. Tenía 11 años. El verano de mi primer beso, mi primer cigarrillo, mi primera discoteca y mi primera borrachera. Tenía 11 años.
Y eso cambió mi manera de relacionarme y de presentarme ante el mundo. Definía mi valor por la aprobación que recibía de los hombres.
Una desgracia familiar cambió el curso de mi vida y de mi familia, y decidí recorrer el norte de España caminando. Tenía muchas preguntas y necesitaba respuestas. Comencé sola y terminé sola, pero durante mi camino nunca me sentí así. Y lo tomé como una señal de vida. No sé si sería un viento Nordés, pero tras ese encuentro silencioso conmigo misma decidí estudiar Sociología. Y allí cambió todo. Aparecerían las respuestas. Por fin conseguí entender cuáles eran las fuerzas externas que moldeaban mi identidad. Le puse nombre a actos, sucesos y constructos. Y me sentí aliviada.
La vida, como siempre, tomó decisiones por mí. Me trajo a Berlín, donde trabajé como tripulante de cabina y atravesé un proceso migratorio que dura ya casi diez años. Conocí personas de todas partes, amplié mi mirada y viví otras realidades.
Otra vez la vida hizo de las suyas y, poco después, tuve que someterme a varias cirugías en la columna. La segunda de ellas dañó parte de mi cuerpo, y me quedaron secuelas en una pierna y en el abdomen. Tuve que enfrentarme a un cuerpo que no sentía ya mío. Como parte de mi recuperación, empecé un extenso periodo de terapia. Fui hacia lo más profundo de mi ser, pero nunca dejé de mirar hacia fuera: hacia las estructuras que también habían moldeado mi forma de sentir.
Las personas migrantes, tendemos a buscar puntos de encuentro y de comunidad. Y el mío fue la impro. Me ESIMPRO, una escuela de teatro improvisado en Español en Berlín. Allí conocí a la mayor parte de mi familia de elección. Me subí a los escenarios, me frustré, reí, creé universos ficticios, aprendí a comunicarme, a reconocer emociones, a transformar… y empecé a dar clases tanto en español como en inglés. Aprender para enseñar: una de las pasiones de mi vida. Ser el canal de transmisión de conocimiento.
La sociología volvió a colarse en mis talleres. Me formé como coach sistémica y desarrollé herramientas de intervención y transformación tanto para personas, como artistas y organizaciones.
Así nació almacruda. Un espacio donde convergen todas mis pasiones y aprendizajes. Yo lo llamo coaching sociológico. Pero almacruda es un todo que, lógicamente, es más grande que la suma de sus partes: talleres, dating, acompañamiento individual…